Rupícolas

¿Qué es un rupícola?

Es lo primero que pregunta la gente cuando decimos el nombre del club.

La respuesta corta: “rupícola es algo que se cría en las rocas”.

Pero hay una respuesta más larga. Para explicarla, nada mejor que usar la imaginación.

Imagina que es sábado por la mañana. Ayer te recogiste pronto porque hoy querías estar descansado. Cuando te suena el despertador a una hora variable (las nueve en verano, las siete y media u ocho en invierno), te acuerdas de la madre que parió a Chris Sharma. No te puedes creer que, después de toda la semana madrugando, hoy también te levante la alarma con su maldita musiquilla. Por unos momentos, te preguntas si no sería mejor llamar para decir que no vas. Luego te imaginas un sábado cualquiera: salir a tomar algo, quizá ir al cine, dar una vuelta, cañas y tapas. Y está bien, no dices que no. Pero tú quieres más, y lo sabes, así que das un salto y te levantas de la cama.

Te preparas el desayuno de los campeones. Hoy nada de café rápido y para el curro: hoy te tomas tus buenas tostadas con aceite, tu cafelito, hasta tus panqueques con dulce de leche si eres cierto argentino que yo me sé. A lo mejor sí que te tomas sólo el café, pero es porque has visualizado tu futuro y tiene forma de mollete con zurrapa en la Barca de Vejer. Mientras desayunas, vas preparando algo para almorzar. Dependiendo de tus gustos, creencias y motivación, puede que te conformes con empaquetar un par de plátanos y de bizcochitos All-Bran o que nadie te saque de allí sin una barra de pan, una tortilla de patatas del Mercadona y un puñado de sobres de mayonesa.

Después de esto preparas el material. Estás en tu casa, en medio de la ciudad, y meter el equipo en la mochila ya te hace soñar con la roca. Lo verificas un par de veces. Los pies de gato: los buenos, que te hacen daño en los pies, y los viejos para cuando no aguantes más los nuevos. O sólo unos, los viejos, porque estás tieso, pero ya has abierto una huchita en la que vas juntando para ver si los dioses de La Sportiva te tocan con su varita mágica. El arnés y la magnesera, que rellenas con una de esas bolsas gigantes del Decathlon que, para variar, se está terminando. ¿Cómo me lo puedo haber acabado tan rápido?, te preguntas. La cuerda, las cintas, el grigri. Todos esos hierros que antes te daban miedo y ahora te inspiran el cariño de los buenos amigos. Un polar en primavera, el plumas en invierno, la certeza de que a pie de vía y asegurando a un compañero se pasa mucho más frío que en cualquier terracita de la ciudad.

Llegas al punto de encuentro. Un escalador está tan tieso como cualquiera, así que el objetivo principal es: mientras menos coches, mejor. Y casi te alegras de lo cara que está la gasolina cuando os metéis en un coche cuatro notas, seis mochilas, dos perros y un número variable de botellas de agua. Es curioso, porque cuando vas a escalar no hablas del curro ni de la crisis. Hablas de vías, de proyectos, de planes, de viajes. De cosas bonitas. Te alejas de la ciudad y ya te parece que hasta respiras de otra manera.

El camino hasta el pie de vía lo haces con ánimo variable. No es lo mismo la puta-cuesta-de-Mosaico, el paseíto de La Veredilla, el dejarse caer del coche de Grazalema. Vas estirando el cuello para ver si hay mucha gente. Defines un microsegundo como el tiempo que tardas entre soltar la mochila y ponerte el arnés.

A partir de ahí, no sé para vosotros, pero para mí el tiempo se detiene. Escalas, aseguras, aseguras, escalas. Haces un par de estiramientos, de estos de “así no tendré cargo de conciencia cuando me duela todo mañana”. Alivias donde puedes tus necesidades fisiológicas, obedeciendo a veces al curioso fenómeno conocido como “apretón pre-escalada”. Hay pegues buenos y malos, encadenes, caídas, reflexiones sobre si-chapo-o-no-chapo. Destrepajes que hacen gritar a los de abajo: “¡si puedes destrepar, puedes escalar!”. Ya, vale, pues escala tú, rico, que desde abajo se ve todo muy fácil. Hay vuelos, miedo, alegría, valor. Hay guerreros de la roca y otros que tienen un día malillo, hay quien escala al torro siempre y le da lo mismo: hay de todo.

Si te paras un momento en ese día de escalada, porque estás cansado, o porque te has quedado sin yemas, o porque de verdad que tienes que comerte tu bocata de tortilla con mayonesa, echa un ojo a tu alrededor. Verás un grupo de gente que seguramente no tendrían nada que decirse si se hubieran conocido en cualquier fiesta. Sabrás seguro que estás en Cádiz; no sólo porque al bajar el escalador dice “pa Cádiz” (y le da igual estar en Málaga o en Asturias, que conste), sino porque todo son risas, chistes, saludos que empiezan con un “illo” y terminan con un “cohones”. Verás que se hacen fotos sin que a nadie le importe que ya tengas doce mil fotos desde abajo escalando Mosaico: lo importante es que este día es como todos los demás y, al mismo tiempo, no lo es: sabes que pasarlo bien, ser tan feliz como lo estás siendo en este instante, merece ser recordado.

Termina el día y bajas casi con resignación. Parece que el material pesa más que a la ida, pero no te importa: habrá más días y más pegues, y al final del camino te espera una cervecita fresca, un copazo de vino, unos frutos secos que algún alma caritativa ha decidido comprar. Después, dependiendo del día, habrá noches de furgoneteo, guitarra, risas y vinos, o quizá un regreso a la ciudad cansado pero contento, charlando en la oscuridad de la carretera, comentando los pegues del día o debatiendo sobre temas más profundos. La oscuridad del regreso es un buen momento para filosofar sobre la vida, la amistad, el amor. Llegas a casa y no sé vosotros, pero cuando me bajo del coche con los pies sucios y los brazos doloridos, las uñas llenas de magnesio y la mochila en la espalda, miro a la gente que me rodea (tan limpios, tan sensatos) y me parece que sé algo que los demás no saben.

Los rupícolas somos esa pandilla de chalados que quiere pasar en vertical más parte de la vida que el resto de los mortales. No somos animales que encadenan 8a a vista. Muchas veces tenemos más ganas que capacidad, y más ilusión que currículum verdadero en esto de la escalada. Nos estamos viendo crecer unos a otros, y eso es bonito. Nos alegramos con los encadenes del otro y encontramos en sus voces la fuerza para dar un paso más, para estirarnos hasta ese agarre que parece inalcanzable. Hay amigos, parejas, conocidos. Sobre todo, hay compañeros. De cordada, de viaje, de cervezas, de furgo, de cafés.

Los rupícolas somos gente que ve una pared y piensa en subirla, que ve una nave vacía y sucia y piensa en cubrirla de presas. Somos gente que sueña.

¿Qué es un rupícola? es lo primero que pregunta la gente cuando decimos el nombre del club.

“Ah – pensamos nosotros -, si tú supieras…”.

El Rocódromo de Cádiz